lunes, 14 de septiembre de 2009

Cartas

Con lágrimas en mis ojos,
le doy libertad a mi pulso,
que hoy cambia el curso
de las palabras que probablemente tú,
mi lector, esperas.

Hoy por la tarde leí una carta que data del año 49, escrita desde Atánquez, Cesar.
En Atánquez vivió mi abuela Nicolasa Gutiérrez, a quien no conocí. Murió cuando mi papá era mucho más joven de lo que soy yo ahora.

Desde Atánquez, abuelita Coli le escribió muchas cartas a mi abuelo, Rafael De Armas, estuviera donde estuviera este. No hay un sobre que diga hacia dónde iban dirigidas...
Y es que en esa época – el 49 – fue una época en la cual el medio de comunicación utilizado por muchos, era el telégrafo, y como en una de sus cartas le advertía mi abuelita Coli a mi abuelo papa Rafael, “… con dos días de anticipación pues los telegramas se tardan; con carácter de urgente, sólo así llegan a tiempo.”

-¿Cómo es que mi papá, 60 años después, puede tener estas cartas?- Me preguntaba mientras leía la primera carta… Más me invadía de curiosidad esa pregunta cuando leía la segunda… y entonces apareció adjunta una tercera. Esta, acabó con mis dudas, me llegó al alma, y me identifiqué profundamente con una persona que vivió 97 años, que vi una sola vez en mi vida –que recuerde- y que según mi papá, “tenía su propia forma de demostrar su amor, sus emociones”, y definitivamente esta, para mí, es una de esas.

“Villanueva, Diciembre 22/91
Humberto, Jeannette, nietas.
Queridos hijos y nietas.”

Cuando leí estas palabras el tiempo se detuvo a mí alrededor. Retrocedió muchos años y se quedó vagando sin tener un lugar en donde detenerse.

“Mis deseos más sinceros es que en estas navidades sean muy felices y muy próspero 1992, como son los deseos de este viejo que le pide a Dios los proteja y los colme de bienes…”

Son las primeras palabras que identifico que me dirige mi abuelo, y aunque fue alguien con el que físicamente no compartí mucho en mi vida, así mismo papa Rafael evoca en mí emociones profundas que no tengo manera de explicar.

Como regalo de navidad le envió a mi papá estas dos cartas de abuelita Coli.

“Hoy te hago este pequeño regalo que he conservado, con bastante cariño como muchas otras. Las que siento dolor en mi alma al leerlas de nuevo.”

Esa es la clase de amor a la que se refería mi papá, supongo. Un hombre de noventa y pico de años, en ese entonces, que guardaba las cartas de su mujer, que había fallecido de 53 años, mucho muchos años atrás.

Una mujer que hasta el final de sus días iniciaba sus cartas con un dulce “Querido Rafael:”, y las finalizaba firmando: “Tuya
Nicolasa”.
En días como hoy pienso que seguramente soy un alma vieja… un alma vieja que quiere volver a esas épocas en donde el amor se medía de otra manera; se sentía de otra manera; se vivía de otra manera…
Así que, en esta dimensión, yo seguiré escribiendo cartas.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Parque Nacional Tayrona (Parte III)



Hoy hace un mes que estuve con mi grupo de amigos en el Parque Nacional Tayrona.
Les aseguro que los recuerdos y las sensaciones siguen intactas…

Aceleré un poco el paso, dejando atrás a Caramelo… fue entonces cuando dejé de mirar hacia el suelo, con hormigas grandes y rojas, y empecé a mirar hacia el techo y paredes forradas de hojas que me rodeaban.

Me impresionaba el tamaño de los árboles, sus formas. Largos tallos, ramas extendidas, hojas grandes, medianas, pequeñas; ¿cuántos años podrían tener estos árboles? ¿cuántas lluvias los habrán bañado? ¿quiénes habrían sido los primeros en caminar sobre el camino ahora transitable por el cual yo ando? ¿dónde están los titís?!!!!
Shhhh!! Escucha… solo escucha…

Así callé todas las preguntas que estaban en mi mente, para dedicarme a disfrutar de la tranquilidad que habìa en lo que sí estaba viendo. Toda esa ansiedad contenida y me quedaban tres días completitos. Ya habría tiempo para preguntar, sentir, y ver todo lo que quisiera.

A medida que caminábamos, había cada determinado tramo, una señalización de madera que indicaba el porcentaje de camino recorrido.
40%..............................60%............................... Llegamos a “El Paraíso”.
Me pareció ver una tira de imágenes en mi cabeza. Tantas fotos que había visto de mis amigos en ese lugar.

Más adelante, después del campamento me encontré con la, para mí, famosa playa arrecife, en donde “la ola revienta en la orilla”. Entendí entonces por qué mis amigos no me dejarían meterme a surfear ahí, y me reí para mis adentros, tal como lo hago ahora. Pura risita de nervios.

No aguanté las ganas y después de un par de fotos me quité short, blusa, tenis, y salí corriendo a meterme en la orillita. En la orillita “donde revienta la ola”, recuerdo que pensé otra vez. Es que realmente no quise imaginar lo que se siente un golpe de esa ola contra el suelo.

El agua fría fue aclimatando mi piel. Tenía la cara tan enrojecida como cuando juego un partido de fútbol. El vestido de baño me quedó lleno de arena; una arena gruesa, más gruesa que el azúcar morena. Qué incomodidad pensé un segundo, pero al segundo siguiente lo olvidé.

Me había metido un poquito en arrecife. Eso ya hacía que todo valiera la pena.

La ola de arrecife es una masa que atrapa tu atención cuando viene; golpea despiadada contra el suelo y parece que succionara lo que a su paso encuentra, así que no se puede ser confiado. De hecho no solo no se puede ser confiado, se tienen que tener agallas para entrar en esa corriente.

No entendí hacia donde iba esa corriente, pero entendí clarito que no venía de vuelta hacía la orilla. Tal vez resulte fácil entrar, pero intenté imaginarme esa remada para salir, luego de estár cansada de nadar durante una hora mínimo, y hmm… la conclusión que aún saco es que admiro a mis amigos ahora aún más que antes, definitivamente.

Luego de la parada refrescante, aún nos faltaba camino por recorrer. Me colgué de nuevo el morral en la espalda, arrancamos. - No sé cómo se aguantan y no se remojan un poco también – Pensé, pero no hice comentario alguno.

Ya eran como las 4pm. Nos encontramos con una subida de piedras, de esas piedras que no se olvidan de Tayrona, piedras que uno no se explica cómo llegaron hasta ahí. Mallo dijo que se había mareado un poco, pero no quería parar. No habíamos comido bien en todo el día, seguramente le faltaba algo al estómago y esa fuera la razón del mareo. Tal vez deshidratación.

Paramos en unas piedras, y optamos por suplir la segunda teoría, porque no teníamos nada a la mano para la primera. Mojamos un poco las gargantas, y seguimos el camino.
En algunos momentos del camino se escuchaba el mar; en otros el oleaje cesaba. Apareció otra señal. Esta decía que llevábamos 80% alcanzado. Al momentito encontramos otra que decía 90%. Por supuesto las sonrisas, las risas, y los ojos todos brillaban de alivio.

Al llegar a “Cabo San Juan”, mi primera imagen fue hacia mi derecha un kiosco, y a mi izquierda las palmeras más altas que he visto, y unas 50 carpas a sus pies.
Paso siguiente: Registrarnos. Había una casilla en donde poníamos nuestra nacionalidad. Eché un vistazo hacia arriba, quería saber de dónde eran algunos de mis nuevos vecinos. España. Alemania. EU. Inglaterra. Italia.

No podía creer que tanta gente viniera de tan lejos a conocer el parque, me sentí orgullosa, aunque para mí que vivo a un ladito, fuera la primera vez en pisarlo.

Nos apresuramos en sacar las carpas. En el piso habían curiosos caminitos como de pasto. Parecían culebritas. No tardamos en enterarnos que la noche anterior había llovido, y que esos caminitos se formaban como límites de la piscina que había sido esa zona donde ahora pensábamos acampar.

Dudamos por un momento. En mi cabeza estaba la imagen que había soñado. Despertar por la mañana, abrir la corredera de la carpa, y ver ese mar azul turquesa.
“Quedémonos aquí, si llueve miramos a ver que hacemos!”, no tardé en proponer.
Estuvieron de acuerdo y empezamos a ubicar las carpas. Nos reímos un rato adivinando cómo iban algunas partes, pero finalmente quedaron bien templadas.

Al momentito llegó un gato a hacernos visita. Un gato grande y consentido que no que se veía para nada desnutrido. Estoy segura de que era el mismo gatito bebé al que mi Maddy y Lipe no pudieron negar bocado meses atrás cuando hicieron ese trip. Ese mismo que había visto por la mañana en sus fotos, que seguramente enamoraba a los visitantes con su actitud confiada y tierna. Pura manipulación, pero al fin y al cabo le funcionaba, y nosotros no nos resistimos tampoco.

...

(Parte III)






lunes, 31 de agosto de 2009


El siguiente paso, era llegar al punto de inicio de la caminata.
Allí hay un kiosco grande en donde venden bebidas refrescantes. El jugo de naranja es su especialidad, aunque a veces está rancio.

Por lo que me han contado, cuando se está de regreso, tomarse ese jugo es delicioso, aunque no esté frío, y esté rancio, refresca, así que da igual. Yo llevaba mi gatorade rojo en la mano, así que por lo menos de ida no me dieron ganas, ni necesité probarlo.

Además del kiosco, en ese punto de partida también hay una especie de pesebrera.
Me pareció extraño que hubiera una porque me imaginaba que el que quisiera montar a caballo lo haría en la playa, sin embargo, el propósito para el que esos caballos estén ahí, no es para diversión de los visitantes, sino para trabajo.

Estos animales, que soportan pesos considerables, son los que transportan el equipaje de aquellos visitantes que traigan mucho, o quieran cargar lo menos posible durante la caminata hasta la zona de acampar. Es por esto último, que además de caballos, hay burros, que aunque son más bajitos que los primeros, son animales idóneos para ese trabajo.

Me sentí casi viviendo la época en la que no existían los carros; ni la rueda misma.
Así fue como empecé a desconectarme del camino que dejaba atrás. Con cada paso que daba sentía que me adentraba más aún en la espesura de la magia de mi destino.

La pesebrera es de cemento. Tiene compartimientos para cada caballo, y un techo como de choza, como de kiosco. Alrededor del aposento de los caballos, además de caballos y burros hay por lo menos 15 hombres, dueños de cada uno de los ejemplares.

También hay niños, supongo que hijos de los mismos, pero hubo alguien entre todos los presentes, que captó toda mi atención por su carácter.

Llevaba puesto unas botas color caramelo, como el de su caballo, de esas que tienen suela gruesa de goma; jean azul claro, desgastado, sucio de arena, con algunos rotos que no parecían de fábrica; una camisa de cuadros blancos y rojos, desencajada, arrugada, y desgastada más por el sol que por la lavada… al menos eso me imaginé.

Su cabello negro oscuro, revuelto y a medio recoger, con la tez blanca, el ceño fruncido, y un acento del interior del cual no pude identifiqué origen. Empezó a meter maletines en los costales que utiliza acomodar las cosas en el lomo de su preciado Caramelo, al ver que ninguno de los hombres la ayudaba, les lanzó una mirada y dijo sin importarle en lo más mínimo quién la escuchase: “Barranquilleros tenían que ser”.

Así es la Sra. Esther. Irreverente, “pensamiento hablado”, como se dice coloquialmente, pero no me malentiendan, no es en un mal modo, sino que así es ella, frentera, fresca y directa, por el medio en el que se mueve, en el que ella es la única mujer.

Cuando al fin los hombres de nuestro grupo, asumieron su papel, y la ayudaron a cargar los dos costales sobre el caballo, empezamos a caminar.

La humedad era impresionante. No se asemejaba siquiera a la de Cartagena o Barranquilla. Era una humedad oxigenada, es por lo menos lo que se me ocurre para describir la sensación, pero a pesar de todo ese aire puro que nos llegaba de la selva, el sol implacable caía sobre nosotros mientras estuvimos en el punto de partida, y mientras nos adentrábamos apenas, al camino, entonces la paciencia no era nuestro fuerte en ese momento.

Para desafiar un poco más esa virtud, la gasolina que había dentro de una planta eléctrica que llevábamos, se empezó a regar sobre el caballo. Esto colmó la paciencia de la señora Esther, y por supuesto creo tensión en nuestro ambiente también.
Empecé a pensar en el buen ambiente que se había logrado durante el camino, este empezaba a verse resquebrajado.

Tocó repartir nuestras pertenencias entre Caramelo, el caballo, y un burrito. Aún así, los de mi grupo llevaban sus cosas a cuestas, de hecho yo llevaba mi morral en la espalda también, y por otro lado ciertos personajes del otro mini grupo, iban más bien ligeros de equipaje.
Cuando todo estuvo listo, realmente listo debo decir, arrancamos a caminar.

Al principio, durante un trecho larguito, yo llevaba la rienda de Caramelo. Al rato la Sra. Ester me dijo que no me preocupara, que él ya se sabía el camino.
Y cómo no? Haciendo hasta cuatro viajes diarios. Cuanta ingenuidad la mía...
(Parte 2)


lunes, 24 de agosto de 2009

Hace un par de semanas atrás, estando en la universidad en clase de Periodismo Digital, el profesor nos planteó una propuesta: “Incluyan alguna herramienta nueva a su blog, aparte del texto; hagan una foto crónica, por ejemplo.” Fuimos muchos los que quedamos sin aliento al primer instante, y es que es la reacción típica que nos fluye cuando nos enfrentamos a algo desconocido, sin embargo la idea me llamó mucho la atención porque acababa de llegar de mi primera experiencia en el Parque Nacional Tayrona, y las sensaciones e imágenes que tenía en mi mente, de haber sido posible, se me hubieran salido por los poros!

Fue el viernes 7 de Agosto, el día que se celebra en Colombia la Batalla de Boyacá, cuando empezó esta travesía. Mi prima y yo nos despertamos a las 5 de la mañana, y fue más o menos a las 6:30am cuando estuvimos los seis que nos apuntamos para emprender este camino. Mientras llegaba el transporte a buscarnos, yo seguía mirando las fotos que Maddy, mi amiga, había tomado meses atrás cuando fue a acampar a Tayrona, y la ansiedad por conocer todos los lugares, piedras y animales que ella había fotografiado, me consumía.

A las siete y media de la mañana llegó el transporte con el otro grupo, y en la cara de todos se veían las ganas por llegar al paradisiaco lugar. Empezaron preguntas como: “Quién va por primera vez?” … y a partir de esta, comentarios como: “ojalá esta fuera mi primera vez, para vivir cada sensación de nuevo”, por parte de los que ya habían visitado antes. Recién embarcados en la van, algunos hablaban y se reían de todo, los que no, escuchaban atentos y también se reían de cada comentario, así que el paseo empezó con pie derecho, había buen ambiente entre los dos grupos. Luego de un trayecto considerable, las risas, y la bulla se silenciaron con un sueño profundo, y ronquidos menores en ciertos casos.

Cuando llegamos a Santa Marta, a algunos les faltaba comprar comida y ciertas cosas, entonces decidimos parar en el Buena Vista, un centro comercial samario. Esa pausa fue prolongada, y para nuestro mini grupo innecesaria, puesto que nosotros habíamos hecho las compras con antelación, sin embargo como parte de un grupo más grande, no nos opusimos en ningún momento.

El clima se sentía húmedo, habían muchas nubes, y de hecho estas se veían cargadas, por esta razón no pudimos evitar pensar que tendríamos una primera noche bajo la lluvia, lo cual no era muy alentador, sin embargo nada podría “aguarnos” la fiesta.

Al llegar a la entrada del parque, había una fila de carros hasta la carretera, pero el sol se veía brillante, así que sin pensarlo dos veces nos bajamos de la van a esperar que se despejara un poco la cola. Encontramos una sombrita que parecía oxigenada por la selva que tenía a un lado, se respiraba diferente, y se sentía fresco el ambiente.

Poco a poco la fila fue desapareciendo y nuestro turno llegó. Fue emocionante recibir mi manilla, paso a paso que cumplíamos me sentía más cerca de la belleza de lugar del que tanto había escuchado hablar.

(Parte I)


lunes, 17 de agosto de 2009

Una espera que no termina

Las promesas son deudas, y la aventura que viví el fin de semana pasado lo es, y la publicaré el próximo lunes, cuando esté completa. Seguramente la pregunta en sus mentes es, ¿cómo así que la mostrará? y no me he equivocado. Puedo asegurar que valdrá la pena la espera.
Esta noche contaré un poco sobre una experiencia que me robó lágrimas, en un lugar en donde se cruzan cientos de vidas diariamente, que en ocasiones pueden compartir los mismos sueños, pero al que se va pensando únicamente en el propio.
En vacaciones de Diciembre del 2007, pedí turno en la Embajada Americana para solicitar la visa. La llamada la sentí eterna, sin embargo estaba emocionada.
A eso de las 8 de la mañana del 12 de Diciembre, tres días antes de mi cita, me senté en el comedor de mi casa a revisar con calma los papeles que había preparado. Mi maleta estaba lista en la puerta para salir rumbo a la terminal de trasportes, y mi mamá me encimó dos bolsas más…
– Si no te quieres privar del frío y del hambre en el camino, cuida esas dos bolsas más que a tu maleta (coma) mi amor –
Sin abrir las bolsas salí de la casa con mi mamá y nos montamos en un Metrocar, un bus grande y largo con aire acondicionado, que nos hizo menos larga la hora de camino, porque como típica mañana cartagenera, hacía un calor terrible.
Llegamos a la terminal a las 11 de la mañana, tan solo 20 minutos después yo estaba acomodada en el bus y mi mamá se había devuelto a la casa, pero el bus estuvo parqueado hasta las 12:30 del día.
Fueron 24 horas de viaje exactamente, así que cuando me bajé del bus sentí que hacía más frío dentro de él, que afuera en pleno medio día bogotano.
Me recibió mi papá, no nos veíamos desde hacía 8 meses atrás, quería que hiciéramos de todo, pero estaba muy cansada, así que almorzamos y dormí el resto del día.
El lunes a las 6 de la mañana estuve afuera de la embajada haciendo la fila. Entré a las 8am y salí a las 2pm. Mi papá llegó por mí, me encontró llorando, le pedí que me llevara de una vez a la terminal.
Veinte horas más de camino de regreso, en donde lo único que pensaba era que me habían negado la visa.

lunes, 10 de agosto de 2009

Alimentando el alma

Hoy es 10 de Agosto, mi blog cumple una semana de estar abierto a todos aquellos que tengan la disponibilidad de entrar a internet, y sobre todo para todos aquellos que disfruten al igual que yo, de “El mar… la brisa... las olas”.

Semana tras semana me encontraré aquí, dispuesta a revelar un poco más acerca de mi vida, de ciertas experiencias que alimentan mi alma más que a mi mente, y espero que disfruten imaginando momento a momento, tanto como yo viviéndolos.

Retomando la última línea de la primera entrada de este blog, me permitiré explicar con mayor detalle por qué Cartagena está grabado en mí ser, y les adelanto que así podré la próxima semana relatarles la aventura que viví desde el día que como colombianos celebramos la Batalla de Boyacá, hasta el séptimo día de esa misma semana.

Suena como si hubiera sido mucho tiempo cierto?... bueno, sólo fueron dos noches y tres días; del 7 al 9 de agosto, pero eso me bastó para enamorarme de otro rincón mágico que tiene nuestro país.

En el 2006, después de haberme graduado del Colegio Montessori de Cartagena, tuve un año de transición que cambió por completo mi vida. No empecé la universidad porque mi mamá opinaba que aún no estaba preparada. A eso le añadimos que yo no iba a vivir en Cartagena, por lo tanto creo que a eso se refería, seguramente acabando de salir del colegio, no estaría del todo preparada para enfrentar las responsabilidades que consigo trae la independencia.

Esa transición duró un año, y durante este hice tantas cosas y conocí a tantas personas que hoy por hoy son primordiales en mi vida, que parece que hubieran pasado por lo menos dos años, en vez de uno.

Empecé el año 2006 con un curso de inglés en el Colombo Americano, en pleno centro histórico de Cartagena, rodeada de casas coloniales, y encontrándome con el sol brillante y caliente de las doce del medio día cuando salía de mi clase.

Iba por la mañana al colombo, y por la tarde y la noche trabajaba con mi mamá en una red de mercadeo, y estábamos permanentemente en capacitaciones y reuniones con gente adulta, lo cual me brindó muchas herramientas de apoyo para la carrera que soñaba desarrollar, y forjó un temperamento en mí probablemente más centrado que el de un adolescente promedio de 17 años.

A mediados del mismo año, fui a un campamento de verano, Portonaito CAMP, que actualmente se llama Piragua CAMP, la sede queda en la isla de Barú, Cartagena, y fue esta experiencia la que me marcó de tal manera que desde entonces no me he separado del mar.

En Portonaito (Piragua CAMP), practiqué por primera vez deportes acuáticos como el ski y el buceo, el descenso de árboles y rocas, conocido como rapel; salí en expediciones en kayaks; me enseñaron a cocinar pez al horno de arena; también navegué por primera vez en un velero, un trimarán imponente lleno de adolescentes de edades entre los 15 y los 17 años. Montada en él aprendí que en Barú en medio de la oscuridad de la noche siempre habrán luces hacia donde se mire, porque en el cielo copado de estrellas, se veían también estrellas fugaces, y si miraba hacia el suelo que cubre el 70% de nuestra tierra, me encantaba con el planton luminoso que se encendía con el simple movimiento de un pez, como si este dejara una especie polvo mágico tras su paso. Fue también en este lugar de oportunidades en el cual tuve a mi libre albedrío una tabla de surf, que me causó una decepción “al no dejarse maniobrar por mí”.
Esa tabla dejó su huella en mí, y al volver a Cartagena, después de 14 días de intensas sensaciones y emociones, con la espinita de la curiosidad clavada en mi interior, me decidí a probar suerte de nuevo con el surf, deporte que también me abrió las puertas de un lugar en donde la gente habla un mismo idioma, y me lo impregnaron en mi mente, en mi piel, y es el idioma del mar.

lunes, 3 de agosto de 2009

A los 20 años cualquiera sabe de dónde es, y en la mayoría de los casos, cuál es el origen de su familia, cierto?
En todo caso, si esto hace parte de la generalidad, entonces no me considero del común.
Nací en Barranquilla, Atlántico, y viví allí mis cinco primeros años.
Tengo varios recuerdos de esos años, unos más claros que otros, pero están en mi memoria desde entonces. Me acuerdo de mi salón de clases en mi primer jardín infantil, eran amarillas las paredes, y en ellas estaban pegados nuestros trabajos, algunos con lana, otros con escarcha, también con fríjoles. Si algo me quedó de mi experiencia en el jardín, es que todo sirve para decorar, es cuestión de imaginación.
También recuerdo los dos primeros edificios en los que viví. En el primero, vivíamos en el segundo piso. Era un apto de tres alcobas, el de mis papás, el de Chia mi hermana mayor, que tenía un cubre lecho de un color rosado de quinceañera, y el otro cuarto que era el que compartía con mi otra hermana, Marijose, las dos menores de la casa.
Hasta donde recuerdo nuestras camas siempre tenían bolsas negras de basura debajo de las sábanas, mi mamá las utilizaba como impermeables. De ese edifico recuerdo a Nelly, una vecina, tenía tres hijos, los tres eran mayores que yo, Silva, Pipe y David, creo que por eso no me dejaban jugar mucho con ellos, a diferencia de mis hermanas mayores, con las que molestaban todo el día. Yo me quedaba en la casa, y mi lugar favorito para jugar era la ducha, podía durar horas con mis juguetes en el agua.
Del segundo Edificio, me acuerdo de mi primera piscina de plástico en el jardín, y de escuchar mucho al grupo “Boys to men”, porque a mi hermana mayor le encantaban. La navidad fue muy importante para mí porque ya había cumplido cuatro años, entonces disfrutaba más de toda esa fantasía. No viví mucho tiempo allí, pero alcancé a conocer a Joel y a Melissa, dos vecinos con los que jugaba a los polly pockets o a los power ranger, no importaba lo que fuera, con tal de pasar jugando juntos. A esa edad no supe lo que era jugar al escondido, ni un “rin rin corre corre”… Hasta que llegué a Cartagena!
Cartagena no es la ciudad en la que nací, pero es en la ciudad que crecí. En esta ciudad aprendí a leer, a jugar futbol, a patinar, teníamos una mansión embrujada en la esquina, y cuentos de miedo en el edificio, y es que éramos 22 niños de todas las edades en el edificio, muchas historias nos inventaban. Me gustó por primera vez un niño, y tuve mi primer admirador secreto en el mismo edificio, y no eran el mismo!! En Cartagena vi mi primer amanecer, aprendí a llorar con sentimiento, y a amar entregando mi corazón.
Yo sé que nací en Barranquilla, pero Cartagena está en mí ser.